domingo, 13 de abril de 2008

El crítico pope

Si bien favorece la emergencia de nuevas voces y puntos de vistas, la desaparición de esta figura hegemónica constituye, según el crítico español, "un indicio inequívoco de la merma de la crítica, de su función cada vez más problemática".

Semanas atrás se celebró en Buenos Aires un encuentro sobre crítica y medios de comunicación. Al encuentro, coordinado por el escritor y agitador cultural Rodolfo Fogwill, bien conocido por estos pagos, asistieron varios críticos y periodistas chilenos. Entre ellos Álvaro Matus y Pedro Pablo Guerrero, quienes, con perspectivas concéntricas, abordaron un asunto -el del crítico pope, es decir, aquel que desempeña un papel hegemónico dentro de un determinado sistema literario- que sin duda concierne muy especialmente a Chile, pero que tiene que ver, más generalmente, con la función tradicional que hasta hace bien poco ha solido corresponder al crítico cabal, entendiendo por tal aquel que, más allá del comentario sucesivo de los libros que caen en sus manos, aspira a ordenar la visión que alcanza a tener de la literatura de su tiempo y a influir en la recepción que ésta obtiene.

No solamente la pluralidad de los medios de comunicación, sino también su sometimiento generalizado a las consignas de la industria cultural y el desmantelamiento correspondiente de toda tribuna de autoridad susceptible de interferir en las tendenciosas dinámicas del mercado han terminado por extinguir, dentro y fuera de Chile, esta especie de crítico, cuya sola evocación no deja de suscitar toda suerte de aprensiones y de ironías. En esta misma columna se evocaba hace unos semanas la caricatura que se hacía de él en la figura de Anton Ego, el crítico gastronómico que tanto protagonismo acapara en la película de animación Ratatouille (Disney&Pixar). Pero cualquiera conserva en su mente modelos aún más plausibles de crítico pope brindados por el cine, como ese Edison Dewit (George Sanders), crítico teatral que narraba la historia de Margo Channing (Bette Davis) en Eva al desnudo, de Joseph L. Mankiewicz (1950). Se trata, por lo general, de figuras que oscilan entre la antipatía, la arrogancia, la fatuidad y el cinismo, y ello aun si, por las razones que sea, resultan, pese a todo, atractivas o intimidantes.

Por lo que a Chile toca, la figura del crítico pope ha presentado características muy peculiares, debido tanto a la concentración de la prensa de este país en muy pocas manos como a la circunstancia, no del todo casual, de que dos de los críticos que en el transcurso del último siglo han ostentado una hegemonía más perentoria -Omer Emeth e Ignacio Valente, los dos desde las páginas de El Mercurio- pertenecieran al clero católico. En sus charlas de Buenos Aires, Matus daba cumplida y razonada noticia de este dato realmente insólito, mientras Guerrero abordaba específicamente el caso de Ignacio Valente, cuyo puesto ha encontrado sin duda quien lo ocupe (Camilo Marks, en la actualidad), pero cuya posición nadie ha heredado en realidad, debido más que nada a que, dadas las circunstancias, esa posición ha dejado de ser posible.

Esta última consideración -la de que ya no hay lugar para un crítico pope, ni en Chile ni fuera de Chile- suele hacerse con satisfacción y alivio, en cuanto parece apuntar a una democratización del criterio cultural y a un socavamiento de las siempre incordiantes posiciones preponderantes. No cabe duda de que, dadas las circunstancias, en efecto, al crítico sólo le cabe el papel de francotirador más o menos emboscado en el espeso bosque del periodismo cultural y de la publicidad explícita o camuflada. No cabe duda de que la descentralización de la crítica favorece la emergencia y desarrollo de puntos de vista alternativos o inusuales (como fueron, desde Las Últimas Noticias, la críticas de Alejandro Zambra, o como vienen siendo, desde The Clinic, las de Mao Tse Tung). Nadie supone ya, por otra parte, que un crítico pueda dar cuenta él solo de la vastísima producción editorial, por muy ceñido y supuestamente representativo que sea su criterio seleccionador.

Pese a lo cual, hay que admitir que la extinción del crítico pope constituye un indicio inequívoco de la merma de la crítica, de su función cada vez más problemática. Pues se trataba, en definitiva, de una figura de enorme utilidad, tanto para los lectores como para los escritores, que se servían de ella para orientarse o construirse, ya fuera por afinidad o por antagonismo, una y otro contrastados a lo largo de una relación que se prolongaba en el tiempo y que entrañaba un caudal compartido de lecturas. Y que entrañaba, no tanto el acatamiento de una presunta autoridad (siempre susceptible de ser impugnada), como el reconocimiento de una comunidad (la que esa autoridad interpelaba, una comunidad construida por lecturas e intereses compartidos) capaz de sostener, a través de ella, una discusión no distorsionada directamente por los eslóganes comerciales y las cifras de ventas.

Dadas las circunstancias, al crítico sólo le cabe el papel de francotirador más o menos emboscado en el espeso bosque del periodismo cultural y de la publicidad explícita o camuflada.

Ignacio Echevarría

El Mercurio, 13 de abril de 2008

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