domingo, 17 de febrero de 2008

Anton Ego

Las declaraciones del crítico gastronómico de la película "Ratatouille" evidencian una sutil comprensión del oficio crítico


No deja de tener chiste que haya de ser en una película de animación -una superproducción de Disney & Pixar, para colmo- donde uno se tope con la única reflexión pública de cierta amplitud y calado que, de un tiempo a esta parte, se lleva hecha en torno al siempre ingrato asunto de la crítica.

"Ratatouille" (2007), título bajo el que se presentan las aventuras trepidantes de una rata dotada de un extraordinario talento culinario, cuenta entre sus protagonistas a Anton Ego, un eminente crítico gastronómico cuyos juicios severísimos deciden la fortuna de los más afamados restaurantes de París.

Los trazos con que está caracterizado Anton Ego asumen bastantes lugares comunes acerca de los críticos. Anton Ego es un tipo agrio y de aspecto funerario, completamente envanecido de sí mismo. Trabaja en una tenebrosa habitación con planta de ataúd, presidida por un gigantesco retrato de su propia figura. En su mesa de despacho, al alcance de la mano, conserva minuciosamente archivadas todas sus críticas, que se apresura a consultar toda vez que tiene que ratificar cualquiera de sus juicios.

Anton Ego parece ser un hombre acaudalado, pero este rasgo incongruente no queda asociado, en la película, a ningún asomo de venalidad. Todo lo contrario: alejándose del tópico más frecuente que pesa sobre los críticos, Anton Ego se revela incorruptible. De ahí, quizá, su enorme prestigio. Y su influencia terminante. En cuanto al físico, Anton Ego es lo opuesto al célebre chef Gusteau, tipo orondo y risueño a cuyo prematuro fallecimiento Anton Ego contribuyó con una crítica demoledora. Él es larguirucho, macilento; se lo ve mustio y encorvado.

"Usted está demasiado flaco para que le guste la comida", le objeta a Anton Ego el joven chef Linguini, amedrentado por el aspecto patibulario del crítico que lo amenaza con acudir a su restaurante."Es que a mí no me gusta la comida", le responde Anton Ego: "Me apasiona. Y si no me apasiona, no la trago".

Esta respuesta del crítico manifiesta una sutil comprensión del oficio por parte de los guionistas de la película. Pues no se trata, como pretende el tópico, de que el crítico sea un tipo bilioso, incapaz de disfrutar comiendo (o leyendo, o viendo cine), y por lo mismo un resentido. Se trata -pero estamos hablando de Anton Ego, que conste- de una pasión, y de las exigencias de esa pasión, y del escrupuloso, implacable conocimiento a que conduce.

A Anton Ego le está confiada, en Ratatouille, la gran sorpresa final de la película. En el antiguo restaurante de Gusteau, que el joven Linguini ha heredado, éste se ve obligado a confesar que es una rata la que le dicta sus portentosas recetas. Incrédulos, indignados, los cocineros ayudantes a quienes va destinada esta confesión abandonan el restaurante. Linguini se enfrenta él solo al reto de cocinar para Anton Ego, que precisamente esa noche ha acudido a su restaurante. No corresponde decir aquí cómo consigue salir del apuro. El caso es que Anton Ego termina su plato, pregunta por el chef, y escucha, impávido, la insospechable revelación acerca de su genio. A continuación se va sin decir palabra.

El día siguiente se publica la crítica de Anton Ego. Se trata de un auténtico manifiesto, que de nuevo pone de relieve -entre la maraña de tópicos a los que no dejan de recurrir- una insospechable comprensión, por parte de los guionistas de Ratatouille, de los resortes que sustentan el oficio del crítico. Empieza diciendo Anton Ego: "En muchos sentidos, el trabajo de un crítico es fácil. Arriesgamos poco, porque gozamos de una posición que está por encima de quienes exponen su trabajo y a sí mismos a nuestro criterio. Nos regodeamos en las críticas negativas, que son divertidas de escribir y de leer. Pero el hecho más amargo que debemos afrontar los críticos es que, a la hora de la verdad, cualquier producto mediocre tiene probablemente más sentido que la crítica en la que lo tachamos de basura. Hay veces, sin embargo, en las que un crítico realmente se arriesga en pro del descubrimiento y de la defensa de algo nuevo. El mundo es hostil para los nuevos talentos y las nuevas creaciones. Lo nuevo necesita amigos"...

Habría mucho que decir en torno a estas palabras, más agudas de lo que a primera vista pueda parecer. Aquí sólo hay lugar para subrayar su mensaje esencial: en contra de lo que se suele pensar, la crítica -tan a menudo tachada de conservadora, de negativa, de hostil a su propio medio- está ligada a lo nuevo, al descubrimiento y a la defensa de lo nuevo. Esta es su misión más alta y valedera. La supuesta negatividad de la crítica está asociada a ese compromiso con lo nuevo, que la obliga -por decirlo ahora con palabras de Robert Musil- a "no autorizar la repetición de lo mismo si no es con un nuevo sentido", a segregar lo verdaderamente nuevo del magma indistinto de lo último.

El buen crítico, así, tendría algo de adivino. O más bien de profeta. Detecta antes que otros lo que está por venir, lo que está ocurriendo ya sin que nadie se dé cuenta todavía. Y lo acepta.

Que el plato que acaba de comer lo ha cocinado una rata, por ejemplo.


Ignacio Echevarría
El Mercurio, 17 de febrero de 2008


(Desde hoy reproduciré la columna del crítico literario Ignacio Echevarría que se publica con una periodicidad aproximadamente mensual en el diario chileno El Mercurio)

No hay comentarios: