miércoles, 25 de marzo de 2009

Cultura periodística

He leído estos días Ana Karenina. Muy al comienzo de la novela, en la presentación que Tolstoi hace de uno de sus personajes —el príncipe Stepan Arkadich, hermano de Ana Karenina—, figura el siguiente pasaje, que cito por extenso, convencido de que el lector lo agradecerá:

“Stepan Arkadich recibía y leía un periódico no demasiado liberal, pero de una orientación que era la de la mayoría. Y a pesar de que, en realidad, no le interesaban ni la ciencia, ni el arte, ni la política, apoyaba con firmeza las opiniones que tanto la mayoría como su periódico profesaban sobre estos temas y sólo las cambiaba cuando la mayoría lo hacía o, mejor dicho, no la cambiaba, sino que ellas mismas se cambiaban en su mente sin que él se apercibiera de ello.

“Stepan Arkadich no había escogido sus ideas u opiniones políticas, sino que unas y otras se le habían venido por sí mismas; como tampoco había escogido la forma de su sombrero o de su levita, sino que adoptaba las que estaban de moda. Y para quien, como él, pertenecía a una esfera social en la que se juzgaba imprescindible saber qué pensar sobre determinadas cosas, tener opiniones era tan indispensable como usar sombrero. Si había un motivo para preferir las ideas liberales a las conservadoras —que muchos miembros de su círculo también sostenían— no era porque creyese que el liberalismo era más racional, sino porque estaba más conforme con su estilo de vida. El Partido Liberal decía que en Rusia todo iba mal, y, en efecto, Stepan Arkadich tenía muchas deudas y, ciertamente, carecía de dinero suficiente. El Partido Liberal mantenía que el matrimonio era una institución trasnochada y que era menester ponerla al día, y, en efecto, la vida de familia procuraba a Stepan Arkadich pocas satisfacciones y lo obligaba a mentir y disimular, lo que repugnaba a su carácter. El Partido Liberal decía, o mejor dicho, daba a entender, que la religión no es más que una rienda para frenar al elemento bárbaro de la población, y, efectivamente, Stepan Arkadich no podía aguantar la más breve función religiosa sin que le doliesen las rodillas, ni podía comprender el porqué de esas palabras terribles y altisonantes acerca del otro mundo, cuando era tan divertido vivir en éste [...] Así, pues, el liberalismo había llegado a ser un hábito para Stepan Arkadich, a quien su periódico le gustaba por el mismo motivo que su cigarro después de la comida, a saber, por la ligera neblina que le creaba en la cabeza”.

Sorprende, siglo y medio después de haber sido hecha, la vigencia de esta perspicacísima observación. Costaría encontrar una mejor descripción del tipo de relación que, hoy como entonces, mantienen muchos lectores con el periódico del que son más o menos asiduos.

La observación resulta especialmente pertinente en estos tiempos en que por todas partes se oye hablar de la supuesta decadencia de la prensa escrita, de su inminente desbancamiento por la prensa digital. Sin entrar aquí en aburridas especulaciones, lo cierto es que el diario impreso constituye un soporte difícilmente sustituible en cuanto objeto no sólo de consumo, sino que también de identificación y de ostentación, provisto de una marca que permite atribuir a su dueño o usuario determinadas connotaciones socioculturales mucho antes que ideológicas.

El pasaje citado explica muy bien de qué modo ejerce su influencia un periódico consolidado, ya no digamos si hegemónico, como es el caso de este mismo en que se publica este artículo. Se trata de algo extraordinariamente sutil, que no pasa por el adoctrinamiento más o menos tácito ni por la manipulación, o no solamente. Se trata más bien de una comunión de intereses de toda especie que el periódico en cuestión contribuye a catalizar y a transmitir convertida en eso tan inasible que se llama opinión pública y que no sólo incide sobre las ideas políticas, sino que también sobre el gusto, los hábitos, las actitudes.

Es en este sentido en el que cabe hablar del periódico mismo como un hecho cultural, que configura la sensibilidad del lector y lo hace receptivo a determinadas opciones no sólo éticas, sino también estéticas, sin que sea posible distinguir del todo a cuál de ellas pertenece la elección de su sombrero o de la levita que lleva puesta.
Ignacio Echevarría
El Mercurio, 15 de marzo de 2009

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